«La vida de los muertos está en la memoria de los vivos, y la dignidad de los justos, en la conciencia del tiempo»

(Marco Tulio Cicerón)

Son muy pocas las personas que tienen el poder, los medios, las estructuras y, sobre todo, la fuerza ética y moral para enderezar el rumbo equivocado de un país como España en su actual deriva política y social. Y, sin embargo, existen. No son los grandes nombres que aparecen en los titulares, ni los actores principales de los discursos huecos que se lanzan en los foros oficiales. Son, más bien, esos desconocidos héroes que, desde su integridad y valentía, son capaces de sostener un horizonte de dignidad y esperanza.

La historia no suele acordarse de ellos, pero su fuerza discreta es la que mantiene en pie la frágil arquitectura de la convivencia. Son los jueces que, aun presionados por la política, dictan sentencias que desafían la corrupción. Son los profesores que enseñan a pensar con rigor y espíritu crítico en aulas cada vez más hostiles a la verdad. Son los periodistas que, entre la maraña de propaganda y ruido, rescatan el valor de la palabra honesta. Son los ciudadanos que se niegan a doblegar su conciencia a las modas o a los temores.

No tienen la fuerza de las instituciones ni la visibilidad de los grandes focos mediáticos. Pero poseen algo más poderoso que no es otra cosa que el compromiso con la justicia y la verdad. Esa fuerza moral no necesita discursos grandilocuentes ni gestos impostados, porque, como escribió Alejandro Llano «la autenticidad no necesita ser celebrada, basta con que exista». Su poder no surge de la ambición, sino de la convicción profunda de que una sociedad sana solo puede edificarse sobre la integridad de cada uno.

En estos tiempos en los que se premia la mentira y se castiga la excelencia y la rectitud, estos héroes anónimos son, paradójicamente, el verdadero soporte de la democracia. Su trabajo, casi siempre silencioso, es la argamasa que sostiene los pilares que otros se empeñan en destruir. Su ejemplo desmiente la idea de que todo está perdido recordando que la historia nunca está escrita de forma definitiva.

No debemos subestimarlos. Aunque no marchen al frente de grandes manifestaciones ni sean trending topic, son quienes, con su coherencia y actitud diaria, plantan cara a la decadencia moral y política que nos amenaza con arrastrarlo todo. Son la prueba de que el coraje y la honradez siguen teniendo sentido, incluso cuando parecen insignificantes frente a la arrogancia y tiranía del poder.

Tal vez no podamos verlos en las portadas de los periódicos. Pero su testimonio e influencia es la que hará posible que, cuando la confusión y la desvergüenza se disipen, quede algo en pie, una comunidad de ciudadanos que sabe que la dignidad y la libertad nunca son concesiones, sino conquistas personales. Ellos no tienen el poder de un decreto ni el eco de un discurso, pero tienen la autoridad de la conciencia limpia y el corazón valiente. Y esa fuerza silenciosa es la que, más temprano que tarde, podrá enderezar el rumbo equivocado por el que nos llevan.

Honor y gloria a tantos héroes invisibles.

Juan A. Pellicer

Sursum Corda (Arriba los corazones)