«El más cruel mal que los hombres cometen contra una persona o un pueblo,
es la profundización del odio y desprecio por sus víctimas»
(Albert Einstein)
La explotación y abuso ignominioso de la muerte en la historia con propósitos políticos ha sido una práctica desafortunadamente recurrente. Ya sea en conflictos armados, desastres naturales o tragedias provocadas por el hombre, algunos líderes y grupos -casi siempre por parte de los mismos en la historia reciente de nuestro país- han mostrado una disposición tan desvergonzada como hiriente para capitalizar el sufrimiento y el luto de las personas con fines políticos. Esta macabra táctica no solo es moralmente reprobable, sino que también genera desconfianza en las instituciones debilitando los valores fundamentales de la democracia, aquellos que tienen que ver con el respeto y tolerancia fundamentalmente, porque «El más cruel mal que los hombres cometen contra una persona o un pueblo, es la profundización del odio y desprecio por sus víctimas»
Una de las formas más comunes de utilizar a los muertos con fines políticos es su instrumentalización para reforzar «mantras» partidistas, justificar agendas específicas o desviar la atención sobre aspectos o hechos que señalan directa y peligrosamente a sus líderes. En lugar de tratar la pérdida de vidas humanas con la seriedad y empatía que merecen, algunos políticos -casi siempre los mismos- optan por manipular estas situaciones para avivar el miedo, la ira o la división entre la población. Utilizan la tragedia histórica de nuevo como una herramienta para consolidar su poder, desviar la atención de problemas estructurales o promover políticas que de otro modo serían impopulares o cuestionables.
La instrumentalización política de la muerte convierte a las víctimas en simples peones en un juego de poder, despojándolas de su humanidad y convirtiéndolas en meros instrumentos para alcanzar objetivos políticos. Así de miserable son estas acciones como miserables sus malditos organizadores. Prácticas por otra parte asumidas y aplaudidas no solo por estos tiranos dictadores, sino por buena parte de los acólitos que los mantienen con sus silencios, cuando no los jalean con sus vítores y sus aplausos.
Además de la instrumentalización directa trasmitida y televisada por los «bien pagados» de siempre, también existe la explotación de la memoria de los muertos como una estrategia para ganar renta política. Al evocar el recuerdo de personas fallecidas, algunos líderes buscan crear una recurrente narrativa de mártires o héroes que encarnan ciertos valores o ideales siempre acorde a los intereses de los perversos. Será quizá, me pregunto, porque carecen de méritos propios y honrados para conseguir o lograr nada en sus fracasadas existencias.
Es importante tener presente que la explotación política de la muerte no solo afecta a los muertos y sus familias, sino que también tiene consecuencias perjudiciales para la sociedad en su conjunto. Al erosionar la confianza en las instituciones y en la clase política en general, este tipo de deleznables prácticas menosprecian como digo los cimientos de la democracia porque fomenta la desafección política y la incredulidad entre la población. Además, al deshumanizar a las víctimas y reducirlas a meros instrumentos políticos, se lastima el principio de empatía y solidaridad que es fundamental para una sociedad cohesionada y justa.
La macabra obscenidad de utilizar a los muertos con fines políticos debería ser condenada de manera enérgica, categórica y mayoritaria. ¿A quién de nosotros le gustaría que los restos de alguno de nuestros antepasados fueran exhibidos públicamente a mayor gloria de un sinvergüenza sin escrúpulos?
Los líderes políticos tienen la responsabilidad moral de tratar el sufrimiento humano con sensibilidad y compasión, y no de explotarlo para sus propios fines egoístas. Solo a través del respeto a la dignidad y la memoria de los muertos y el compromiso con la ética y la integridad en la vida pública, se podrá construir una sociedad más justa y compasiva para las generaciones venideras.
Juan A. Pellicer
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