«La mediocridad es legítima hija de la corrupción.»
(Jorge González Moore)
Ah, la corrupción, ese deleite tan común en la sociedad moderna. ¿Qué podría ser más elegante que desviar fondos públicos para llenar los bolsillos propios, o manipular contratos para beneficio personal? o ¿qué más guay que engañar al confiado o estafar al vulnerable? o ¿el sisar todo lo que se pueda y sin medida con una mano, mientras se confunde al público -a ti y a mi- con exquisito verbo haciéndonos mirar en otra dirección? Sin duda, es la más «refinada» de las artes, enseñada solamente en las más oscuras y turbias esquinas de la sociedad, en los burdeles de la depravación moral, en los cuartos oscuros donde el hedor de sus propias heces se hace tan necesario como imprescindible, porqué de no ser así no gozarían del marchamo de pata negra estos facinerosos que nunca fueron nada.
La corrupción, es la demostración más vívida de una educación tan deficiente como equivocada además de un lamentable desconocimiento de las reglas básicas de convivencia civilizada porque solo aquellos con un profundo desconocimiento y desprecio de los valores éticos y morales o un nivel de «sinvergoncería», amoralidad total y espíritu criminal, se atreverían a sumergirse en las aguas fangosas de la codicia y el egoísmo sacando provecho del mismo, cualquier provecho de cualquier índole.
Imaginen a estos despreciables e impresentables «iconos» la corrupción, vestidos con sus trajes caros y sus joyas ostentosas, pero con la moral tan sucia como un pozo de orines y vómitos. Su falta de educación y «saber estar» es tan evidente como sus descaradas mentiras y sus lastimosos balbuceos. Han olvidado por completo el arte de comportarse como seres humanos decentes, quizá porque, como decía, ahí nunca supieron estar. No se encuentran cómodos. Nunca pudieron ser admitidos dadas sus inconfundibles tarjetas de presentación como inútiles fracasados.
¿Y qué decir de su falta de etiqueta, de su saber estar, de no poder dar la talla en ningún lugar ni ante ningún público? La corrupción es como el «indomable» eructo en mitad de la distinguida cena entre educadas conversaciones; la inoportuna y maloliente «graciosa» ventosidad durante el importante acuerdo tras la dura negociación; la vastedad del chiste malo entre babas y «risotás» … Los, y aquí introduzco también el femenino «las», corruptos y corruptas, no tienen el menor sentido del decoro, no les importa en lo más mínimo el daño que causan a aquellos que los rodean. Por no importarles, no les importa ni el rechazo que generan ni el desprecio que merecen. Ellos y ellas … «robando y a su bola» porque «la corrupción odia aquello que no está corrupto» es ahí y por esa perversa razón, donde encuentran otro motivo para ir aumentando su abominable mundo de basura moral.
Los y las corruptos y corruptas no son más que parásitos sociales, alimentándose del trabajo duro, los impuestos, renuncias y sacrificios de la gente honesta. Son como garrapatas, chupando la sangre de la sociedad hasta dejarla seca y desolada. Son la parte podrida y enquistada de una casta degenerada y absolutamente ponzoñosa.
También por ello es urgente que la sociedad diga «¡Basta ya!» a esta vergonzosa exhibición de falta de educación y descomunal cochambre de desvergüenza. Es hora de echar a estos y estas parias hacia sus auténticos lugares, que no son otros que los vertederos de las podridas creencias de donde proceden y a las que pertenecen. Echarlos aunque solo sea por el insulto a la decencia que representan y la afrenta a la buena y educada sociedad. Echarlos, mirando ahora a la casta gobernante, «porque no existe una amenaza más peligrosa para la civilización que un gobierno de hombres incompetentes, corruptos o viles».
Juan A. Pellicer
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