Si Dios no existe, todo está permitido.
Un año antes de su muerte, Dostoiesky puso estas palabras célebres en boca de Iván, uno de Los hermanos Karamazov (1880).
Dostoiesky recoge ahí la conclusión del pensamiento que se había ido forjando, al menos, desde la Ilustración y que influye aún en nuestros días. Que todo esté permitido, por otra parte, no es lo único que ocurre si Dios no existe.
La Ilustración se publicita a sí misma como la “luz” (l’âge des lumières, Illuminismo, Aufklärung), la luz de la razón que, por eso mismo, des-califica a la etapa anterior como edad sin luz, época oscura y tenebrosa.
El proyecto ilustrado, en pleno periodo del Terror, consagra el altar mayor de Notre Dame de París a la diosa Razón (Sofía, la sabiduría), al mismo tiempo que queda proscrito el culto católico (1793), es ejecutado Luis XVI y da comienzo al primer genocidio de la era moderna en La Vendée porque la benéfica luz de la razón ha de imponerse, ¿paradójicamente?, a golpe de bayoneta y guillotina.
Sea como fuere, la concepción ilustrada de la razón (concebida como lo específicamente humano en su edad adulta) se contrapone a la fe y la religión (concebidas como “oscuras” actitudes míticas y primitivas). Explicar la visceralidad, el odio abierto, el Terror que impulsa al “hombre racional” frente a la irracional religiosidad, sería interesante pero lo dejamos para otra ocasión.
La necesidad que tiene la razón ilustrada de afirmarse convierte el debate fe-razón en un problema fundamental de ese periodo. Así lo enfoca el pietista Kant delimitando el ámbito del saber en La crítica de la razón pura (1781) frente al ámbito de la fe (que ciertamente tiene un lugar pero no es el del saber, no es el conocimiento obtenido por la razón: «Tuve que dejar a un lado (aufheben) el saber para dejar sitio a la fe; Ich mußte also das Wissen aufheben, um zum Glauben Platz zu bekommen», Crítica de la razón pura, BXXX).
Cuando Hegel aborda esta cuestión en Fe y saber (Glauben und Wissen, 1802) empieza haciendo una revisión de los enfoques de Kant, Jacobi y Fichte al respecto. Ahí leemos esta idea esencial: «el sentimiento en el que se basa la religión en la época moderna [es] el sentimiento de que Dios mismo ha muerto […] y por ello tiene que restablecer para la filosofía la idea de la libertad absoluta, y con ella el sufrimiento absoluto» (Hegel, Glauben und Wissen, 124).
Así, mucho antes de que Nietzsche popularizase la idea de la muerte de Dios, Hegel la señala como el fundamento primero y sentimental sobre el que se apoya el hombre moderno cuando mira a su alrededor en busca de algo o alguien que le dé razón y sentido: no hay nadie, es la respuesta que se siente.
Dios ha muerto. ¿Y qué queda? Su cadáver, es decir, sus iglesias, normas e instituciones pero desprovistas de la vida que las animaba. Dios ha muerto ¿qué queda? La libertad: todo está permitido. Dios ha muerto ¿qué queda? El abismo al que se asomará el absurdo y el existencialismo.
Señalamos antes la paradoja de que el poder humanizador de la razón haya de apoyarse en el odio y exterminio de quienes no acaban de ver las cosas de con la claridad de la razón. Y no es menos paradójico que el “proyecto ilustrado” haya conducido a las mayores aberraciones que conoce la historia humana y a la incapacidad de entenderse sobre la base de la razón. El hombre se concibe en la modernidad fundamentalmente como un ser en el que la racionalidad es algo derivado, algo que oculta su auténtico ser de índole pulsional; por decirlo de otro modo: el hombre es fundamentalmente deseo, instinto, impulso y, cuando no puede satisfacer sus tendencias, entonces “inventa” la razón como un mecanismo compensatorio. Nietzsche, Freud, Marx, los filósofos de la sospecha (como los denomina Paul Ricoeur) son los principales exponentes de lo que indicamos.
Algo en el proyecto ilustrado parece no haber salido bien del todo. La bibliografía al respecto es abundante y quizá haya ocasión de desarrollar este aspecto en otra ocasión.
Centrémonos ahora en el sentimiento básico, al decir de Hegel. Si alguien dijese “para mí, Juan, como si estuviera muerto” estaría situándose exactamente en el mismo plano: el sentimiento (el “para mí”) es lo importante; no se cuestiona que Juan exista o no, viva o muera. La cuestión estriba en cómo vivo, cómo vive el hombre moderno, las cosas: desde el “para mí”, desde la sensibilidad. Y sentimos (también los creyentes) que Dios no está presente, no es operativo; entiéndase en el sentido en que diríamos que la existencia o inexistencia de Dios le resulta irrelevante: asisten a ceremonias (bautizos, bodas, misas…) que son puramente el cadáver de un Dios muerto porque ahí no esperan encontrar la “fuente que salta hasta la vida eterna” para saciar la sed de infinito que anida en el fondo del corazón del hombre. Sólo aspiran a una bonita fiesta y al encuentro afable con unos correligionarios. Ese es estrictamente el cadáver del Dios muerto que nada exige (por eso “todo está permitido”) y nada ofrece (por eso los rostros de los creyentes no expresan ya la alegría permanente de saberse infinitamente amados y salvados).
El individuo moderno siente que su atributo fundamental, esencial, es la libertad (no ya la razón) y la concibe de modo que siente que todo le está permitido, que es dueño de sí y de su destino.
Si Hegel tiene razón, a la libertad irrestricta le corresponde el sufrimiento infinito. Quizá eso explique que nuestro mundo se denomine “sociedad terapéutica”. Nunca antes el hombre ha estado tan solo, tan aislado, tan desorientado como en la modernidad; quizá nunca se ha sentido tan vivamente la condición sufriente.
Quizá haya que caer en la cuenta que la concepción ilustrada ha sido un tanto parcial; contiene algo de verdad y algo que Aristóteles o Tomás de Aquino podrían asumir («el intelecto humano es lo máximamente amado por Dios entre las cosas humanas: Sapiens diligit et honorat intelleetum, qui maxime amatur a Deo inter res humanas», Tomás de Aquino, In Eth. ad Nic., X, lec. 13) pero yerra al dejar de lado (aufheben) otras dimensiones igualmente esenciales a lo humano.
Así camina la modernidad, presa de una interna falta de equilibrio: sintiendo que para afirmar la razón debe negar la pasión o viceversa, sintiendo que para afirmarse como individuo libre debe matar a su creador, ignorando su radical realidad de hijo querido por Dios.
Y es así como Dios ha muerto. Pero no es menos cierto que Cristo es un Dios que sabe resucitar.
Manuel Ballester
Filósofo. Profesor. Escritor. (España)
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