«Pareciera que se ha instalado todo un sistema para recortarnos el espíritu, para convertirnos en tierra fértil de autoritarismos. Y hay una especie de acostumbramiento, que es lo peor que le puede pasar al ser humano: al terrorismo, al genocidio por hambre, a la falta de educación para todo el mundo.»
(Juan Gelman)
Es evidente que, en cualquier democracia consolidada, la idea de gobernar sin el parlamento o al margen de él sería vista no solo como un acto de insolencia y abuso, sino como una amenaza directa a la propia esencia de la democracia. Emmanuel Macron, Olaf Scholz, Giorgia Meloni, Keir Starmer, Alexander de Croo, Kyriakos Mitsotakis, Ulf Kristersson, Andrzej Duda o cualquiera de los líderes mencionados serían objeto inmediato de un sonoro rechazo cuando no de algo más, por parte de sus propios partidos, la oposición, los medios y, sobre todo, sus ciudadanos, si alguno de los citados, líderes de importantes países europeos, tuviera la osadía y atrevimiento de decir que: «es su intención seguir gobernando con o sin el apoyo del parlamento» Como aquí, en nuestro país, ha expresado el que lo preside. Aquellos, incluso con agendas más conservadoras o liberales, reconocen que el poder de gobernar emana del equilibrio entre instituciones, donde el parlamento representa la voz de los pueblos que gobiernan. La democracia no es solo una cuestión de elecciones, sino de instituciones que, aunque imperfectas, garantizan un contrapeso obligado y necesario al poder ejecutivo.
En un sistema democrático, los parlamentos son las sedes de los poderes legislativos, en esencia, los guardianes y depositarios de la soberanía popular expresada en las urnas. Gobernar sin ellos o al margen de ellos equivale a desconocer la voluntad ciudadana o a convertir el sistema en una autocracia disfrazada. Aunque puedan existir líderes con tendencias autoritarias o inclinaciones populistas, en las sociedades modernas y democráticas, estas ideas encuentran su resistencia en la cultura política de sus ciudadanos. En ellas, los ciudadanos han aprendido a desconfiar de las promesas de sus gobernantes que buscan concentrar el poder en sus manos, y suelen reaccionar con movilizaciones, protestas y con la presión de las instituciones de la sociedad civil.
Pero, ¿qué ocurriría si un pseudo-líder -porque ser líder significa otra cosa- decidiera desafiar estos principios? La historia nos ha dado ejemplos de semejantes sujetos que, una vez en el poder, han intentado erosionar las instituciones democráticas, apelando a un supuesto mandato directo del pueblo. Sin embargo, el problema radica en que estos nefastos imitadores de líderes que intentan concentrar el poder en detrimento del parlamento suelen acabar minando la confianza en la democracia misma, sembrando divisiones y polarizando a la sociedad. Y esto, evidentemente, trae consigo gravísimas consecuencias, también por supuesto antes o después, que nadie se engañe, para quién lo intenta y por descontado para aquellos miserables lamebotas abducidos por los mensajes mesiánicos de sus adorados líderes.
Extrapolando esta situación a nuestro entorno más cercano: ¿qué ocurriría si el presidente de la comunidad de propietarios de nuestro edificio, dijera que procederá a hacer lo que considere sin tener que requerir la consulta y aprobación de los comuneros? ¿Y si fuera un Juez el que osara dictar sentencia sin escuchar y valorar a las partes concernidas en una causa?, … etc. El panorama resultaría inadmisible, condenable y por ende rechazable. La idea de que una sola persona decida, sin rendir cuentas el destino de un colectivo es inconcebible, impropio de una sociedad avanzada y libre democráticamente. Las decisiones deben ser debatidas, evaluadas y aprobadas por quienes están afectados por ellas. Del mismo modo, en una democracia como la nuestra, ningún líder político, ninguno, puede ser la única fuente de poder y legitimidad. Se llama separación de poderes. El mandato político no es una carta blanca para actuar sin consultar ni respetar las instituciones. Al menos mi voto, ni lo concedí ni lo concederé para eso.
Por ello, la fortaleza de cualquier democracia reside no solo en la existencia de elecciones libres, sino además en la consolidación de una cultura política donde el poder se equilibra y se limita mutuamente. La anulación del parlamento o la marginación de las instituciones sería un claro retroceso hacia formas de gobierno que creíamos superadas. Y, afortunadamente, quiero pensar que la ciudadanía, en su gran mayoría, no está dispuesta a permitir un retroceso semejante, aunque sus voces aún no se escuchen con suficiente firmeza y determinación. Claro que quizá, ese sea el motivo por el que el mal político lo continúa intentando.
Juan A. Pellicer
Sursum Corda (arriba los corazones)
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